viernes, 16 de enero de 2009

MI CORAZON SOLO PERTENECE A ESTA BANDERA Y A ESTE SUELO

Mi corazón sólo pertenece a esta bandera y a este suelo. He regresado a mi patria, lo último es una certeza, no soy un chauvinista exacerbado, ni un denigrador a ultranza del nacionalismo. Uno nace en algún lugar, no diría que es imaginario como definen los utópicos. Ellos buscan un territorio que no existe: imaginan una sociedad bondadosa, idean el ademán de paz entre las diversas razas. La palabra igualdad es la más mencionada y rentable. De esa manera han buscado la isla del preste Juan, han creado doctrinas y las diversas religiones tratan de poner en caudal esas diferencias. Jauja fue un país que no existió y quiere reemplazar el paraíso, pero sospecho que de ningún árbol o cielo puede caer el maná.

Ahora soy un explorador con su cartografía conocida pero oculta y, lo peor, desaparecida. Debí huir a los 22 años y sé, palmo a palmo, cada centímetro de mis calles y de mi casa, cada origen de los caminos en el verde de cada montaña, los exactos colores de mi paisaje y cada gesto de los rostros de mis familiares y vecinos. De Konigsberg sabía la hora precisa en el momento preciso con la exactitud del recuerdo y la rabia.

Digo que soy explorador porque regreso a un lugar ya sin origen, ya sin mapa, ya sin historia; esa es, era mi patria, tatuada en mi corazón. Aunque la patria es un gran territorio con límites definidos es bien cierto que esa patria donde ahora me debo mover con visa y pasaporte, tiene como curiosidad que no se conoce del todo. Una misma lengua, un mismo himno, un mismo territorio no deja de ser como una especie de aula y de jaula.

Puedo afirmar que las patrias no son más que una creación artificial ya que cada hombre es en sí mismo su patria, su religión, su historia y su origen. Ciudades, personas, costumbres, idiomas juntados al azar para pensar que patria es un territorio enorme del cual conocemos acaso a nuestros vecinos y familiares un poco; eso, un poco.
¿Patria?, me digo, con esa tristeza de saber que regreso a mi ciudad como un perfecto desconocido, como quien sale a realizar un mandado y no vuelve a casa hasta después de cincuenta años y aún piensa que lo esperan a cenar. El pequeño paisaje caminado durante años, sus aceras, sus mujeres; esa es la patria. Patria lugar donde uno amaneció después de una larga historia de sombras, la otra donde cerramos los ojos, donde se apaga la luz de una manera definitiva, donde se oculta el sol que es la tarde de nuestra muerte. Patria: los muchos nombres. Patria un vano diagrama jurídico con miedo al vecino. Patria el corral propio donde puedo moverme sin pasaporte o visa. Patria lo que todos queremos.

Mi nombre es Matthias Velkin.
He regresado a mi patria, mejor a lo que ya no puede ser mi patria. Hablo del último gran país, imperio, reino si se quiere llamado Prusia. Antes de morir quiero ver mi tierra prometida que viví y padecí. Ya sé han unificado las Alemanias, Varsovia fue edificada de nuevo palmo a palmo, casa a casa. Renació de sus cenizas de guerra y destrucción. París no fue destruida por el mariscal alemán quien se ensombreció de tanta belleza. Prusia fue partida y entregada como botín de guerra. Veo cómo algunos jóvenes sienten a su patria, veo cómo algunos golpean con martillos, picas y barras ese muro cantado desde diversas ideologías. Los guardas del costado oriental también ayudan y son los primeros en huir, los de este lado no tienen donde asilarse. Esa zona muerta de edificaciones con arquitectura detenida poco a poco se puebla de personas que inician un éxodo hacia el costado donde me encuentro, pero ellos saben que ese muro erigido físicamente nunca pudo taladrar las verdaderas fronteras situadas mucho más allá. Lo vi construir alrededor del viejo Berlín, vi prófugos que se estrellaron contra las alambradas cuando la ignominia de los gobiernos triunfantes decidió reclamar su botín. Escuché la apoteosis de un conjunto de rock, Pink Floyd, macerar su música, decirnos su música, gritarnos su música porque una cosa es la paz construida con muros y otra la patria y otro el origen que se padece: se siente.

He regresado a mi patria y ahora, en 1990, cuando cae otra ideología por culpa de los mismos hombres que crean jerarquías, he quedado reducido a una palabra: paria, el que no tiene la "t" de patria, así como Prusia parece una extensión sin la "p" de Rusia. La patria queda mencionada sólo como el azul de Prusia. Vaga referencia. He exhibido mi pasaporte pero sólo causa consternación porque viajo a un país que no existe en el mapa, ni en los itinerarios de las líneas de aviación.
Mi nombre, mis hermanos y mis padres fueron buscados a lo largo de la vieja Europa. Los retratos aún se exhiben en los aeropuertos como unos de los millones de personas que se perdieron, que no saben si viven o si fueron asesinados en un campo de concentración, que es lo más probable. Aún guardo la esperanza de encontrarlos aunque la esperanza es el cofre inútil de la misma desesperanza. Sí, mi rostro adolescente, mis padres maduros y serios junto a mis hermanos, todavía aparecen en las fotografías de desaparecidos. Pero para ellos existe un término. La muerte uniforma y nos reduce no sólo a polvo y a mis recuerdos sino a una simple conjunción de nombres.

He llegado y sólo me ha quedado una opción: caminar sobre un papel, dibujar los siete puentes que existían sobre el río Pregel cuyos brazos rodeaban la isla Kneiphof, para cumplir ese acertijo matemático que un ciudadano inventó y el cual no se debe pasar más de una vez como acostumbraban sus habitantes los días domingos. Lo he repetido como un rito, sin lograr un mínimo acierto. Por más que me esmere en preguntar direcciones nadie responde, hacen un gesto de interrogación. Sé que a lo mejor tienen miedo a la llegada de un espía con su sarta de mentiras.

El matemático Bessel, el misterioso Hoffman, aquel gran jugador de billar y cartas, orador y bibliotecario de la librería real hasta ser profesor de metafísica en su universidad, y algunos traidores, son tus hijos, Konigsberg.

Durante la Segunda Guerra, Konigsberg fue cedida como trofeo de nuestra derrota a Rusia y nombrada Kaliningrado. Vimos llegar tanques guardando en su vientre de muerte recios soldados de mandíbula cerrada, polvorientos camiones atestados con innumerables familias de colonos mientras de este suelo sagrado lleno de dolor eran expulsados los últimos prusianos. Los edificios emblemáticos fueron destruidos y sobre las nuevas ruinas se levantó otra ciudad sin origen, ni direcciones, sin historia, ni odios; despersonalizada. Apenas queda la huella de tu nombre, Konigsberg, historia y nada: papeles y mis lágrimas.

He deambulado por la calle donde caminé de joven, y el lugar donde presumo que estudié ahora guarda otro nombre. Mi paisaje es mi recuerdo. Los trigales y el bosque no existen, así como una antigua taberna para beber cerveza. Pero me justifico: no fui Martín Heidegger, quien se enamoró como un adolescente tierno de una alumna, Hannah Arendt, convirtiéndola por más de sesenta años en su amante. Ella había nacido en esta ciudad. Par de contradictorios con su amor a las sombras. Hannah vivía en una buhardilla cerca de la universidad en Marburgo donde estudiaba filosofía. Ella aceptó las reglas, vivieron su frenesí en estricto secreto. No lo sospechó ni su esposa, ni los mejores amigos. Durante dos años sus claves secretas fueron su diálogo: mensajes cifrados para citas armadas con precisión. Lámparas prendidas, ventanas y puertas abiertas, avisaban peligros, facilidades y felicidades. Contradictorio, dije antes, ella culta y adinerada, de pelo corto negro y ojos penetrantes, él casado con dos hijos. A lo mejor ella pensó, con un filósofo no se vive dos veces. Él no pudo ocultar su simpatía con el nazismo, ella exilada en USA, escribió contra el totalitarismo. Y otra vez más contradictorio, él le llevaba diecisiete años y fue su musa para uno de los treinta libros que se salvan del olvido en su siglo: Ser y tiempo.
Mientras ella se convierte en su embajadora por el mundo, él continúa con su juego de espejos y secretos. Con la derrota de Alemania la vida del filósofo fue una disculpa permanente. Los aliados lo declararon culpable, se le prohibió ejercer la cátedra. Se dedicó a reescribir su vida, inventó un personaje: el oponente silencioso al régimen nazi, el combatiente del comunismo, el redentor de la civilización occidental; víctima de los vencidos y después de los vencedores.

No me justifico. El planeta se encuentra rodeado de traidores de la más alta estirpe y de la más baja elección. En la Segunda Guerra fui separado de mi familia; mentiras, me enrolé en un grupo de exilados para descubrir sus rutas. Trasegué por la frontera española: en Port Bou oficié de redactor, en un campo de concentración para extranjeros, de una revista escrita a mano por diez presuntos anarquistas. Luego huí a América donde vendí no sólo mi alma al mejor postor, sino implementos de cocina ideados por mí para sustentar y sostener al poeta que había en mí y desechar ese ser despreciable que vive en mí: el sucio espía. Nunca publiqué nada, he pasado largas noches acercándome a Dios; tampoco dije, ¿para qué la poesía en tiempos de guerra? Heine el lloroso, Benjamin el intelectual, el príncipe Goethe, las violas de la noche de Novalis me acompañaron en mi exilio. Pero nada he logrado, no tuve el amigo incondicional que quisiera quemar mis papeles.

Cuando regresé llevaba mi maleta repleta de manuscritos con la historia de mi país y la historia de mi familia, también mis secretos vendidos a alto precio y mi diario, pero encuentro que he llegado a un lugar con otro nombre que nadie reclama. He regresado a un lugar donde nadie se ocupa de saber si es verdad que esos paisajes que narro existieron, a nadie le preocupa saber qué fue de Prusia, país partido y repartido como botín de guerra. Incluso con este maquillaje por diversos países que habité, no encuentro en el directorio telefónico un rastro de mi apellido. Es la patria disuelta, paria, patria despedazada nunca armada por los díscolos hombres que crearon otras fronteras. Supe que todos los habitantes fueron obligados a cambiar de nombre y apellido, así como yo lo hice para obviar mi pasado y la oculta sombra que arrastro. Es más, no quiero ir a mi patria espiritual Israel, ese es un sueño prometido, ese país no existe más que en mi memoria. La definición actual no deja de ser una abstracción.

Me digo que los países deberían ser sólo ciudades donde nos reconozcamos. He guardado recortes de periódicos que hablan de la póstuma Potsdam. He guardado todo tipo de referencias: las primeras músicas de Pomerania, las fotografías del mar Báltico. Nunca renegué de mi patria. Otros fueron rebautizados alemanes, judíos o polacos, rusos o parias de un plumazo. Decidí huir, irme lejos, cantar a mi suelo, plasmar a mi suelo, pero a nadie le interesa que he vuelto con su memoria escrita en mi diario y con la geografía completa y el compendio de la historia de Prusia. Sus habitantes han huido, muerto o cambiado de nacionalidad. Ahora soy un paria, alguien que en verdad no existe y ha creado y mantenido la memoria de un país que fue rearmado en otros. No comprendo por qué los hombres pelean por un pedazo de tierra cuando ésta nadie se la puede llevar. No valió que haya guardado el himno, la bandera, un puñado de mi tierra y las monedas con las cuales traficamos. Soy el último prusiano y perdí de una manera inútil el tiempo al buscar una prusiana verdadera para reiniciar nuestra raza y poblar nuestro suelo, cuyo nombre y memoria ostentan otros nombres.

La había conocido por Internet, decía ser prusiana verdadera y fui a visitarla a París. Le enseñé mi heráldica, la última heráldica de país del cual renegamos todos, que tuvo movimientos nacionalistas en otras fronteras, supe que era imposible lo que podría ocurrir pero bastaba empezar de nuevo una nueva raza aunque le faltaba ímpetu y sazón.

Aprendí otras lenguas para caminar dentro de las páginas de otros libros, el francés y el inglés. Casi olvidé mi idioma, mi viejo alemán de palabras ahora arcaicas, de palabras ahora con otro uso. Esa es mi ignominia, parece que yo tampoco existo. Mi partida de bautismo en una iglesia protestante no existe, así como el de ningún componente de mi familia. Extranjero en mi propia ciudad y país con pasaporte extranjero, no sólo me siento lejos de mis nombres ahora cambiados, de mi apellido ahora borrado para evitar ser detenido y deportado y asesinado por ser judío y, a más de eso, traidor de mi patria espiritual. De los archivos las fotos, las palabras de mi patria y mi familia fueron borradas.

Soy el último sobreviviente de una familia que todos olvidaron y de una patria que todos callan, traicionada por sus detractores, nunca tendrá la posibilidad de reunificarse o de mantener un gobierno en el exilio, un rey en otro país esperando que se reponga de nuevo la monarquía.
He pasado varias semanas caminando por mis calles como si fuera un extranjero de pérfida fama y, falaz, he realizado llamadas telefónicas a diversas personas a lo largo de un directorio telefónico, pero nadie recuerda mi nombre, ni el de mis mayores. Con la vejez y la bajeza no se perdonan nuestras miserias y somos desechados hacia un eterno descanso: la inexistencia.

Repasé en mi exilio las palabras del argot, color local, que me dieron las personas con quien hablé. Pero esas palabras nadie las recuerda. Sé que ha muerto una patria posible, mi idioma original con matices del bosque negro. Todo eso se diluyó en la vileza de una guerra y en los atisbos de los peregrinos. Me entran unas dudas terribles, ¿es el pasado un invento personal? A lo mejor sea mejor olvidar lo que busco y sólo sea el producto de una reminiscencia lo que me ha hecho regresar. No quiero morir en suelo extranjero, que la savia que nutrió mis ojos los cierre. Sé que esto es una tontería; una gran tontería, pero el regreso, de no cumplirse, se convierte en una utopía.

Los bosques, las carreteras, los barrios, los bares a pesar de que están en el mismo lugar tienen otro nombre. Al obviar los viejos colores bávaros, las antiguas alquerías y nuestros símbolos de una vez borramos nuestra memoria; escondimos en nuestra maleta ese país cuya gloria sólo la renueva Bismarck, los emblemas del ejército imperial, el casco y los gonfalones disciplinados de un ejercito marchito.

En mi casa natal encontré a mi hermano mayor, ya un anciano surcado por el rostro de nuestro padre. Lo reconocí por su displicencia para con el menor. Le digo mi nombre, le hablo de nuestros padres, de los secretos de casa; ya sabemos que en cada casa tenemos nuestro lenguaje furtivo. Muchos admiten lo mismo, dijo, olvídese de regresar, ese lugar no existió es un mal juego de la memoria. No me permitió entrar. Desde el patio vi un pájaro en una jaula. Esta carta que le entrego se la envió mi padre, la última tarde en que partió para el frente, dije. Pero no me cree, es como hablarle a la misma muralla china. He escuchado cantar el pájaro; en ese canto me reconozco. El pájaro canta lo mismo hace miles de años, a lo mejor es el mismo de hace miles de años; canta por necesidad. Yo lo escucho y me da su memoria, mi memoria.

Sí, todos los nacionalismos son odiosos pero también los no-nacionalismos son odiosos. Los primeros sufrieron un lavado de imagen para que las naciones grandes no reconocieran las pequeñas nacionalidades desperdigadas en tantos países: los gitanos, los rusos blancos, los sioux, los vascos, los kurdistanes, los valacos. Pura teoría, no tengo patria y soy un paria. No pude encontrar otras mujeres prusianas con las cuales fundar una colonia, una suerte de paraíso terrestre para iniciar otra civilización, para que algún día Prusia existiera de nuevo.

Sí, Prusia fue mi patria provisoria, mi helan, mi utopía. Es mejor que no exista para no dolernos. Ellos, los desaparecidos, los masacrados en campos de concentración tampoco podrán saber cómo mi corazón se vuelve de cristal. Pero ya es tarde. Traicioné a todo el mundo, vendí mi conciencia y mi alma. Aún creo que este viejo pasaporte prusiano me dará alguna seguridad. Pero recuerdo: soy un traidor.
Víctor Bustamante
Escritor colombiano (Barbosa, 1954).