viernes, 16 de enero de 2009

MI CORAZON SOLO PERTENECE A ESTA BANDERA Y A ESTE SUELO

Mi corazón sólo pertenece a esta bandera y a este suelo. He regresado a mi patria, lo último es una certeza, no soy un chauvinista exacerbado, ni un denigrador a ultranza del nacionalismo. Uno nace en algún lugar, no diría que es imaginario como definen los utópicos. Ellos buscan un territorio que no existe: imaginan una sociedad bondadosa, idean el ademán de paz entre las diversas razas. La palabra igualdad es la más mencionada y rentable. De esa manera han buscado la isla del preste Juan, han creado doctrinas y las diversas religiones tratan de poner en caudal esas diferencias. Jauja fue un país que no existió y quiere reemplazar el paraíso, pero sospecho que de ningún árbol o cielo puede caer el maná.

Ahora soy un explorador con su cartografía conocida pero oculta y, lo peor, desaparecida. Debí huir a los 22 años y sé, palmo a palmo, cada centímetro de mis calles y de mi casa, cada origen de los caminos en el verde de cada montaña, los exactos colores de mi paisaje y cada gesto de los rostros de mis familiares y vecinos. De Konigsberg sabía la hora precisa en el momento preciso con la exactitud del recuerdo y la rabia.

Digo que soy explorador porque regreso a un lugar ya sin origen, ya sin mapa, ya sin historia; esa es, era mi patria, tatuada en mi corazón. Aunque la patria es un gran territorio con límites definidos es bien cierto que esa patria donde ahora me debo mover con visa y pasaporte, tiene como curiosidad que no se conoce del todo. Una misma lengua, un mismo himno, un mismo territorio no deja de ser como una especie de aula y de jaula.

Puedo afirmar que las patrias no son más que una creación artificial ya que cada hombre es en sí mismo su patria, su religión, su historia y su origen. Ciudades, personas, costumbres, idiomas juntados al azar para pensar que patria es un territorio enorme del cual conocemos acaso a nuestros vecinos y familiares un poco; eso, un poco.
¿Patria?, me digo, con esa tristeza de saber que regreso a mi ciudad como un perfecto desconocido, como quien sale a realizar un mandado y no vuelve a casa hasta después de cincuenta años y aún piensa que lo esperan a cenar. El pequeño paisaje caminado durante años, sus aceras, sus mujeres; esa es la patria. Patria lugar donde uno amaneció después de una larga historia de sombras, la otra donde cerramos los ojos, donde se apaga la luz de una manera definitiva, donde se oculta el sol que es la tarde de nuestra muerte. Patria: los muchos nombres. Patria un vano diagrama jurídico con miedo al vecino. Patria el corral propio donde puedo moverme sin pasaporte o visa. Patria lo que todos queremos.

Mi nombre es Matthias Velkin.
He regresado a mi patria, mejor a lo que ya no puede ser mi patria. Hablo del último gran país, imperio, reino si se quiere llamado Prusia. Antes de morir quiero ver mi tierra prometida que viví y padecí. Ya sé han unificado las Alemanias, Varsovia fue edificada de nuevo palmo a palmo, casa a casa. Renació de sus cenizas de guerra y destrucción. París no fue destruida por el mariscal alemán quien se ensombreció de tanta belleza. Prusia fue partida y entregada como botín de guerra. Veo cómo algunos jóvenes sienten a su patria, veo cómo algunos golpean con martillos, picas y barras ese muro cantado desde diversas ideologías. Los guardas del costado oriental también ayudan y son los primeros en huir, los de este lado no tienen donde asilarse. Esa zona muerta de edificaciones con arquitectura detenida poco a poco se puebla de personas que inician un éxodo hacia el costado donde me encuentro, pero ellos saben que ese muro erigido físicamente nunca pudo taladrar las verdaderas fronteras situadas mucho más allá. Lo vi construir alrededor del viejo Berlín, vi prófugos que se estrellaron contra las alambradas cuando la ignominia de los gobiernos triunfantes decidió reclamar su botín. Escuché la apoteosis de un conjunto de rock, Pink Floyd, macerar su música, decirnos su música, gritarnos su música porque una cosa es la paz construida con muros y otra la patria y otro el origen que se padece: se siente.

He regresado a mi patria y ahora, en 1990, cuando cae otra ideología por culpa de los mismos hombres que crean jerarquías, he quedado reducido a una palabra: paria, el que no tiene la "t" de patria, así como Prusia parece una extensión sin la "p" de Rusia. La patria queda mencionada sólo como el azul de Prusia. Vaga referencia. He exhibido mi pasaporte pero sólo causa consternación porque viajo a un país que no existe en el mapa, ni en los itinerarios de las líneas de aviación.
Mi nombre, mis hermanos y mis padres fueron buscados a lo largo de la vieja Europa. Los retratos aún se exhiben en los aeropuertos como unos de los millones de personas que se perdieron, que no saben si viven o si fueron asesinados en un campo de concentración, que es lo más probable. Aún guardo la esperanza de encontrarlos aunque la esperanza es el cofre inútil de la misma desesperanza. Sí, mi rostro adolescente, mis padres maduros y serios junto a mis hermanos, todavía aparecen en las fotografías de desaparecidos. Pero para ellos existe un término. La muerte uniforma y nos reduce no sólo a polvo y a mis recuerdos sino a una simple conjunción de nombres.

He llegado y sólo me ha quedado una opción: caminar sobre un papel, dibujar los siete puentes que existían sobre el río Pregel cuyos brazos rodeaban la isla Kneiphof, para cumplir ese acertijo matemático que un ciudadano inventó y el cual no se debe pasar más de una vez como acostumbraban sus habitantes los días domingos. Lo he repetido como un rito, sin lograr un mínimo acierto. Por más que me esmere en preguntar direcciones nadie responde, hacen un gesto de interrogación. Sé que a lo mejor tienen miedo a la llegada de un espía con su sarta de mentiras.

El matemático Bessel, el misterioso Hoffman, aquel gran jugador de billar y cartas, orador y bibliotecario de la librería real hasta ser profesor de metafísica en su universidad, y algunos traidores, son tus hijos, Konigsberg.

Durante la Segunda Guerra, Konigsberg fue cedida como trofeo de nuestra derrota a Rusia y nombrada Kaliningrado. Vimos llegar tanques guardando en su vientre de muerte recios soldados de mandíbula cerrada, polvorientos camiones atestados con innumerables familias de colonos mientras de este suelo sagrado lleno de dolor eran expulsados los últimos prusianos. Los edificios emblemáticos fueron destruidos y sobre las nuevas ruinas se levantó otra ciudad sin origen, ni direcciones, sin historia, ni odios; despersonalizada. Apenas queda la huella de tu nombre, Konigsberg, historia y nada: papeles y mis lágrimas.

He deambulado por la calle donde caminé de joven, y el lugar donde presumo que estudié ahora guarda otro nombre. Mi paisaje es mi recuerdo. Los trigales y el bosque no existen, así como una antigua taberna para beber cerveza. Pero me justifico: no fui Martín Heidegger, quien se enamoró como un adolescente tierno de una alumna, Hannah Arendt, convirtiéndola por más de sesenta años en su amante. Ella había nacido en esta ciudad. Par de contradictorios con su amor a las sombras. Hannah vivía en una buhardilla cerca de la universidad en Marburgo donde estudiaba filosofía. Ella aceptó las reglas, vivieron su frenesí en estricto secreto. No lo sospechó ni su esposa, ni los mejores amigos. Durante dos años sus claves secretas fueron su diálogo: mensajes cifrados para citas armadas con precisión. Lámparas prendidas, ventanas y puertas abiertas, avisaban peligros, facilidades y felicidades. Contradictorio, dije antes, ella culta y adinerada, de pelo corto negro y ojos penetrantes, él casado con dos hijos. A lo mejor ella pensó, con un filósofo no se vive dos veces. Él no pudo ocultar su simpatía con el nazismo, ella exilada en USA, escribió contra el totalitarismo. Y otra vez más contradictorio, él le llevaba diecisiete años y fue su musa para uno de los treinta libros que se salvan del olvido en su siglo: Ser y tiempo.
Mientras ella se convierte en su embajadora por el mundo, él continúa con su juego de espejos y secretos. Con la derrota de Alemania la vida del filósofo fue una disculpa permanente. Los aliados lo declararon culpable, se le prohibió ejercer la cátedra. Se dedicó a reescribir su vida, inventó un personaje: el oponente silencioso al régimen nazi, el combatiente del comunismo, el redentor de la civilización occidental; víctima de los vencidos y después de los vencedores.

No me justifico. El planeta se encuentra rodeado de traidores de la más alta estirpe y de la más baja elección. En la Segunda Guerra fui separado de mi familia; mentiras, me enrolé en un grupo de exilados para descubrir sus rutas. Trasegué por la frontera española: en Port Bou oficié de redactor, en un campo de concentración para extranjeros, de una revista escrita a mano por diez presuntos anarquistas. Luego huí a América donde vendí no sólo mi alma al mejor postor, sino implementos de cocina ideados por mí para sustentar y sostener al poeta que había en mí y desechar ese ser despreciable que vive en mí: el sucio espía. Nunca publiqué nada, he pasado largas noches acercándome a Dios; tampoco dije, ¿para qué la poesía en tiempos de guerra? Heine el lloroso, Benjamin el intelectual, el príncipe Goethe, las violas de la noche de Novalis me acompañaron en mi exilio. Pero nada he logrado, no tuve el amigo incondicional que quisiera quemar mis papeles.

Cuando regresé llevaba mi maleta repleta de manuscritos con la historia de mi país y la historia de mi familia, también mis secretos vendidos a alto precio y mi diario, pero encuentro que he llegado a un lugar con otro nombre que nadie reclama. He regresado a un lugar donde nadie se ocupa de saber si es verdad que esos paisajes que narro existieron, a nadie le preocupa saber qué fue de Prusia, país partido y repartido como botín de guerra. Incluso con este maquillaje por diversos países que habité, no encuentro en el directorio telefónico un rastro de mi apellido. Es la patria disuelta, paria, patria despedazada nunca armada por los díscolos hombres que crearon otras fronteras. Supe que todos los habitantes fueron obligados a cambiar de nombre y apellido, así como yo lo hice para obviar mi pasado y la oculta sombra que arrastro. Es más, no quiero ir a mi patria espiritual Israel, ese es un sueño prometido, ese país no existe más que en mi memoria. La definición actual no deja de ser una abstracción.

Me digo que los países deberían ser sólo ciudades donde nos reconozcamos. He guardado recortes de periódicos que hablan de la póstuma Potsdam. He guardado todo tipo de referencias: las primeras músicas de Pomerania, las fotografías del mar Báltico. Nunca renegué de mi patria. Otros fueron rebautizados alemanes, judíos o polacos, rusos o parias de un plumazo. Decidí huir, irme lejos, cantar a mi suelo, plasmar a mi suelo, pero a nadie le interesa que he vuelto con su memoria escrita en mi diario y con la geografía completa y el compendio de la historia de Prusia. Sus habitantes han huido, muerto o cambiado de nacionalidad. Ahora soy un paria, alguien que en verdad no existe y ha creado y mantenido la memoria de un país que fue rearmado en otros. No comprendo por qué los hombres pelean por un pedazo de tierra cuando ésta nadie se la puede llevar. No valió que haya guardado el himno, la bandera, un puñado de mi tierra y las monedas con las cuales traficamos. Soy el último prusiano y perdí de una manera inútil el tiempo al buscar una prusiana verdadera para reiniciar nuestra raza y poblar nuestro suelo, cuyo nombre y memoria ostentan otros nombres.

La había conocido por Internet, decía ser prusiana verdadera y fui a visitarla a París. Le enseñé mi heráldica, la última heráldica de país del cual renegamos todos, que tuvo movimientos nacionalistas en otras fronteras, supe que era imposible lo que podría ocurrir pero bastaba empezar de nuevo una nueva raza aunque le faltaba ímpetu y sazón.

Aprendí otras lenguas para caminar dentro de las páginas de otros libros, el francés y el inglés. Casi olvidé mi idioma, mi viejo alemán de palabras ahora arcaicas, de palabras ahora con otro uso. Esa es mi ignominia, parece que yo tampoco existo. Mi partida de bautismo en una iglesia protestante no existe, así como el de ningún componente de mi familia. Extranjero en mi propia ciudad y país con pasaporte extranjero, no sólo me siento lejos de mis nombres ahora cambiados, de mi apellido ahora borrado para evitar ser detenido y deportado y asesinado por ser judío y, a más de eso, traidor de mi patria espiritual. De los archivos las fotos, las palabras de mi patria y mi familia fueron borradas.

Soy el último sobreviviente de una familia que todos olvidaron y de una patria que todos callan, traicionada por sus detractores, nunca tendrá la posibilidad de reunificarse o de mantener un gobierno en el exilio, un rey en otro país esperando que se reponga de nuevo la monarquía.
He pasado varias semanas caminando por mis calles como si fuera un extranjero de pérfida fama y, falaz, he realizado llamadas telefónicas a diversas personas a lo largo de un directorio telefónico, pero nadie recuerda mi nombre, ni el de mis mayores. Con la vejez y la bajeza no se perdonan nuestras miserias y somos desechados hacia un eterno descanso: la inexistencia.

Repasé en mi exilio las palabras del argot, color local, que me dieron las personas con quien hablé. Pero esas palabras nadie las recuerda. Sé que ha muerto una patria posible, mi idioma original con matices del bosque negro. Todo eso se diluyó en la vileza de una guerra y en los atisbos de los peregrinos. Me entran unas dudas terribles, ¿es el pasado un invento personal? A lo mejor sea mejor olvidar lo que busco y sólo sea el producto de una reminiscencia lo que me ha hecho regresar. No quiero morir en suelo extranjero, que la savia que nutrió mis ojos los cierre. Sé que esto es una tontería; una gran tontería, pero el regreso, de no cumplirse, se convierte en una utopía.

Los bosques, las carreteras, los barrios, los bares a pesar de que están en el mismo lugar tienen otro nombre. Al obviar los viejos colores bávaros, las antiguas alquerías y nuestros símbolos de una vez borramos nuestra memoria; escondimos en nuestra maleta ese país cuya gloria sólo la renueva Bismarck, los emblemas del ejército imperial, el casco y los gonfalones disciplinados de un ejercito marchito.

En mi casa natal encontré a mi hermano mayor, ya un anciano surcado por el rostro de nuestro padre. Lo reconocí por su displicencia para con el menor. Le digo mi nombre, le hablo de nuestros padres, de los secretos de casa; ya sabemos que en cada casa tenemos nuestro lenguaje furtivo. Muchos admiten lo mismo, dijo, olvídese de regresar, ese lugar no existió es un mal juego de la memoria. No me permitió entrar. Desde el patio vi un pájaro en una jaula. Esta carta que le entrego se la envió mi padre, la última tarde en que partió para el frente, dije. Pero no me cree, es como hablarle a la misma muralla china. He escuchado cantar el pájaro; en ese canto me reconozco. El pájaro canta lo mismo hace miles de años, a lo mejor es el mismo de hace miles de años; canta por necesidad. Yo lo escucho y me da su memoria, mi memoria.

Sí, todos los nacionalismos son odiosos pero también los no-nacionalismos son odiosos. Los primeros sufrieron un lavado de imagen para que las naciones grandes no reconocieran las pequeñas nacionalidades desperdigadas en tantos países: los gitanos, los rusos blancos, los sioux, los vascos, los kurdistanes, los valacos. Pura teoría, no tengo patria y soy un paria. No pude encontrar otras mujeres prusianas con las cuales fundar una colonia, una suerte de paraíso terrestre para iniciar otra civilización, para que algún día Prusia existiera de nuevo.

Sí, Prusia fue mi patria provisoria, mi helan, mi utopía. Es mejor que no exista para no dolernos. Ellos, los desaparecidos, los masacrados en campos de concentración tampoco podrán saber cómo mi corazón se vuelve de cristal. Pero ya es tarde. Traicioné a todo el mundo, vendí mi conciencia y mi alma. Aún creo que este viejo pasaporte prusiano me dará alguna seguridad. Pero recuerdo: soy un traidor.
Víctor Bustamante
Escritor colombiano (Barbosa, 1954).

jueves, 18 de diciembre de 2008

El sueño del reloj de Kant

Los pensamientos pueden escribirse, pero son casi siempre silenciosos.

Una ciudad que no existe Königsberg hoy no existe.

En su lugar hay una ciudad que se llama Kaliningrado.
Los bombardeos aliados y las tropas soviéticas arrasaron la pequeña capital cultural prusiana, que ya había sido masacrada por el odio nazi en la noche de los cristales rotos del 9 de noviembre de 1938.
La ciudad antigua se concentraba en dos pequeñas islas bañadas por el río Pregel. Los siete puentes que las conectaban inspiraron a Euler, cuando Kant todavía era joven, el famoso problema origen de la teoría de grafos ( "¿puede alguien cruzar por todos los puentes de Königsberg y volver al punto de partida sin pasar dos veces por el mismo puente?").
En la actualidad, las dos islas están prácticamente vacías. Las antiguas calles y edificios han desaparecido, por lo que la catedral, que sí fue reconstruida, está en medio de un parque desolado por el que cruza una autopista. La ciudad de Kaliningrado, con sus bloques multirresidenciales de inspiración soviética, empieza donde termina el vacío dejado por Königsberg.
En este territorio fantasma engullido por la implosión de la razón, el fotógrafo Joachim Koester ha rastreado la huella de los paseos de Kant en su serie The Kant Walks (2005). Por supuesto, es una exploración destinada al fracaso, un paseo elegíaco. Si Thomas de Quincey se demoraba en los efectos de la enfermedad sobre el juicio, Koester encuentra en el paisaje la misma perturbación degenerativa. Los lugares por los que paseaba Kant parecen extraídos de sus sueños anulados. ...

martes, 25 de noviembre de 2008

miércoles, 21 de mayo de 2008

Así desapareció Königsberg


GRAN OFENSIVA SOBRE PRUSIA ORIENTAL
Después del despiadado bombardeo británico del 27 al 30 de Agosto de 1944, el centro de la ciudad con su histórica catedral quedó en ruinas.

En enero el ejército rojo llegó a sus puertas y la vía de escape fue cortada.

La gran ciudad permaneció mucho tiempo sin verse afectada por la guerra. Muchos evacuados de Berlín y gente que se sentía amenazada por los bombardeos del Oeste huyeron hacia Prusia Oriental. A finales del verano del 44, Königsberg pasó a ser un escenario bélico. Del 27 al 30 de agosto, la Royal Air Force, bombardeó la ciudad con cientos de aviones. Más de 4.000 personas cayeron bajo el ataque, y el centro de la ciudad con sus históricos edificios como su castillo, fueron reducidos a escombros.

La histórica catedral también ardió hasta los cimientos. Las casernas y otros objetivos militares apenas resultaron dañados. Los habitantes de Königsberg ya no volvieron a sentirse nunca más seguros. Los horrorizados civiles volvieron de nuevo a la rutina. La propaganda NS aseguraba que ningún soldado soviético iba a cruzar la frontera del Reich.
Apenas 5 meses después comenzó la gran ofensiva soviética sobre Prusia oriental. El 12 de enero más de un millón y medio de soldados soviéticos se concentraron para iniciar la ofensiva. El objetivo era cortar la conexión entre Prusia Oriental y los territorios del Oeste. En una semana los soviéticos estaban a 40 kilómetros de la ciudad.
El 21 de enero, el comandante de la ciudad, Otto Lasch Fraüen, declaró que los niños y los hombres que no pudieran defender la ciudad, estaban autorizados a abandonarla. Un día después los refugiados se dirigieron apresuradamente a la estación central. Una multitud huyó en el último tren dejaron la ciudad y se dirigieron a Berlín. Un día después los rusos cortaron las líneas de ferrocarriles con el Oeste. Para los que se quedaron atrás, sólo había una vía de escape: a través del mar Báltico hacia la ciudad portuaria de Pillau.
Esa vía de escape fue pronto cortada.
El 26 de enero, la ciudad de Königsberg, fue alcanzada por primera vez por fuego de artillería. Tres días después, la vieja fortaleza prusiana y la ciudad, estaban rodeadas. El Gauleiter Erich Koch partió en un rompehielos hacía Dinamarca. En un telegrama y a través de radio, seguía asegurando que se encontraba en la ciudad de Königsberg.
Entonces, cesó sorprendentemente el ataque de los rusos. Por lo visto, los rusos consideraban que los efectivos militares de la ciudad eran mayores que en la realidad y se prepararon a conciencia para la conquista. En lugar de eso, los rusos rodearon al 4 ejército en el Sur de la ciudad. Al mismo tiempo, los habitantes intentaban volver a sus quehaceres. En dos meses retomaron su trabajo, visitaban los cines o acudían al servicio religioso. Incluso hizo acto de aparición un nuevo periódico. Las tropas alemanas en la ciudad, aprovecharon la aparente calma para ampliar las fortificaciones. Aproximadamente 40.000 soldados tomaron posiciones. Los desertores sirvieron de intimidación al ser ejecutados públicamente en la estación del Norte.
Con un gran esfuerzo, se consiguió abrir una brecha en el férreo cerco ruso. Por un estrecho corredor, y a través del río Pregel, huían muchos de los cercados hacia Pillau, siempre en peligro bajo fuego de artillería y bombardeo. En la ciudad portuaria de Pillau, reinaba el caos. Soldados heridos y civiles, intentaban bajo fuego continuo hacerse con alguna de las pocas plazas en los barcos que huían. Familias enteras se mezclaban unas con otras. Los hombres sanos eran forzados a realizar trabajos de seguridad. El que se negaba era ejecutado. Desesperados, muchos intentaban a través de un peligroso camino volver de nuevo a Königsberg.
A finales de marzo, el cuarto ejército se dio por vencido. Los soldados que sobrevivieron, huyeron a través del lago Haff. El 6 de abril comenzó el asalto por parte de los rusos. Tres días estuvo bajo fuego enemigo la ciudad. Cañones, aviones y tanques dispararon sin cesar contra la ciudad. La noche del 9 de abril, los desesperados hombres cercados intentaron de nuevo abrir una brecha a través de las líneas enemigas. El intento fracasó.
El 9 de abril, el general Lash, encerrado en un búnker de la Paradeplatz, decidió rendirse, a pesar de que Adolf Hitler le había dado la orden de luchar hasta el último hombre. Cuando Hitler se enteró de la derrota de Königsberg, el dictador condenó a muerte a Lash y arrestó a su familia. Königsberg quedó casi totalmente destruida.

HAMBRE, MIEDO, VIOLENCIA Y ENFERMEDADES
Para la población de Königsberg, el tiempo de sufrimiento no acabó aquí. Ejecuciones en masa, violaciones, hambre, epidemias, enfermedades y la esclavitud estaban presentes en sus vidas.
La situación no mejoró hasta que en mayo del 1946 los rusos sustituyeron su comandancia militar por una civil. En Julio se cambio el nombre de Königsberg a Kaliningrado y la expulsión prevista de la población alemana (pactada en la conferencia de Yalta) dio comienzo.

La población con vida (sobre todo mujeres) fue llevada a campos de trabajo en penosas condiciones donde recibieron un trato excesivamente cruel e inhumano, muriendo la mayoría víctimas de las epidemias y el hambre.
Las pocas supervivientes fueron deportadas a la RDA entre 1947-48
Con este genocidio las autoridades soviéticas dieron por finalizada la limpieza étnica en Prusia Oriental a fin de anexionarse el territorio, parte del cual cedieron a Polonia.
El destino de los millones de alemanes que quedaron bajo soberanía polaca no fue mucho mejor (resto de Prusia, Pomerania y la antaño rica Silesia).

viernes, 16 de mayo de 2008

El siglo XX

Afirmaba Nietzsche - ¡en 1920! - que el siglo XX era la prueba irrefutable de que Dios no existía.
Desgraciadamente el siglo XX resultó aún más terrorífico e irrefutable de lo que Nietzsche suponía.

Él se refería, claro está, a lo sucedido en la I G.M. y en la revolución bolchevique de 1917
Y ya no sé que tremendas desgracias sucedieron durante la I Guerra Mundial, aunque la simple y absurda carnicería de millones de jóvenes en las trincheras resultó una gran calamidad en si misma, la humanidad no estaba preparada -ni lo puede estar nunca- para el sin fin de tragedias humanitarias que culminaron durante la II Guerra Mundial.

En Alemania el partido Nacional Socialista de Hitler, tras hacerse con el poder democráticamente, instituyó una de las dictaduras más brutales que ha conocido la historia (junto con las de Stalin y Mao, grandes maestros del genocidio).

Durante esta dictadura cristalizaron los peores sentimientos antisemitas vigentes en la Europa Central de aquel momento. Los nazis plasmaron su odio en medidas represoras que hicieron la vida imposible a todos aquellos ciudadanos que tenían algún vínculo racial con el judaísmo.

Al pueblo alemán, que no supo o pudo reaccionar ante aquellas injusticias, le tocó después vivir y morir bajo la más terrible guerra que jamás haya existido, arrastrado por las veleidad militarista de la cúpula nazi.

Sigo sin comprender que llevó a los nazis a emprender aquella persecución tan despiadada contra los judíos de europa. Cientos de miles de familias expulsadas de sus hogares, despojadas de sus derechos más elementales y de sus posesiones más valiosas, empujadas a vivir en condiciones miserables en guettos y campos de concentración donde sufrieron lo indecible el hambre, las epidemias, la humillación y el maltrato constante por parte de los nazis, ¡qué barbaridad!
Millones de seres humanos fueron víctimas de este holocausto, de ese terrible desprecio por la vida humana.

Al terminar la guerra el mundo se quedó atónito al conocer los horribles crímenes cometidos en los campos de concentración y por ello todos, o más bien casi todos, los criminales que tuvieron participación directa o indirecta en aquellos sucesos fueron condenados y ejecutados casi inmediatamente. El mundo ha condenado para siempre el racismo como una de las ideologías más odiosas y peligrosas.

Todos los años las Naciones Unidas conmemoran el aniversario de esta catástrofe y tributan un homenaje a las víctimas de aquel holocausto.
Se han rodado cientos de películas y publicado miles de libros sobre el tema. Bien, nunca serán suficientes para reocordar a todos los inocentes que murieron inmersos en aquel horror sin sentido simplemente por pertenecer a la raza judia.

¿Es mejor la raza humana desde entonces? Hombre, algo ha mejorado, sobre todo en lo que respecta al racismo. Sin embargo creo que hay algo todavía que la humanidad se ha dejado en el tintero.

lunes, 5 de mayo de 2008

CARL OTTO EHRENFRIED NICOLAI

Carl Otto Ehrenfried Nicolai (9 de junio de 1810 en Königsberg - 11 de mayo de 1849 en Berlín) fue un compositor alemán , director y fundador de la Filarmónica de Viena. Nicolai es conocido por su versión para ópera de la comedia "Las Felices Esposas de Windsor" de Shakespeare (Die lustigen Weiber von Windsor). Además de cinco operas, Nicolai también compuso trabajos para orquesta, coros y solos para instrumentos.

Nicolai, un niño prodigio, nació en Königsberg, Alemania. Después de un éxito en Alemania, incluyendo su primera sinfonía (1831) y conciertos públicos, se convirtió en músico de la embajada de Prusia en Roma. Durante la decada de 1840 fue la figura más prominente de la escena musical en Viena. En 1844 le ofrecieron el cargo, ocupado hasta ese momento por Felix Mendelssohn, de Kapellmeister de la Catedral de Berlin; sin embargo el no se establería en Berlín sino hasta el último año de su vida.

El 9 de Marzo de 1849, solo dos meses después de la premier de las alegres esposas, y solo dos días después de su posesión como Hof Kapellmeister,colapsó y murió debido a un fuerte golpe.

El mismo día de su muerte habia sido proclamado como miembro de la Real Academia Prusiana de Artes.

KÄTHE KOLLWITZ

Käthe Kollwitz (Königsberg, 8 de julio de 1867 - Moritzburg, 22 de abril de 1945) Pintora, escultora y, sobre todo, artista gráfica alemana.
Durante 1885-86 estudia en Berlín bajo la dirección de Karl Stauffer. Y en esta época conoce a Max Klinger, cuya obra le influye decisivamente.
Durante su estancia en Munich (1888-89), trata con los artistas Greiner, Max Fiedler, Kögel y conoce la literatura naturalista de Émile Zola, Henrik Ibsen, Máximo Gorki, Gerhart Hauptmann, cuya obra, en especial la del último, impregnará su propio arte.
En 1891 se casó con el médico Karl Kollwitz y se trasladaron a Berlín. Por estas fechas abandona por completo la pintura y se dedica exclusivamente a la gráfica. En febrero de 1893 la asistencia a la representación del drama Los tejedores de Gerhart Hauptmann le sugirió su primer gran ciclo gráfico: La rebelión de los tejedores (1893-97). El levantamiento (1899) y el Baile de la guillotina (1901) la consagran ante el público. La segunda gran serie gráfica se tituló: Guerra de los campesinos (1902-08). Por este ciclo le otorgan el premio Villa Romana, que le permitió trasladarse un año a Florencia.

Las obras anteriores se mueven estilísticamente en el naturalismo y realismo del s. XIX. A partir de su tercera serie: La guerra (1923), grabada en madera, se advierte un desplazamiento a la órbita expresionista. Las formas adquieren mayor sentido plástico, sobre todo en el Monumento a K. Liebknecht. Por esta época realiza también numerosos carteles antiguerra. En su última serie, "La muerte" (1933), alcanza la dimensión de lo visionario. En ella se aprecian más claramente las formas expresionistas y la influencia de Ernst Barlach y Edvard Munch.
Su obra ha sido desconocida hasta hace poco tiempo, debido a sus contenidos críticos y al esteticismo imperante. Es, sin embargo, una de las figuras más destacadas del realismo crítico a finales del XIX y principios del XX.